Ayer mi profesor de Fundamentos de la economía me abrió los ojos y pude ver lo afortunadas que somos las personas normales. Bueno, quien dice normales, dice simples. El hombre estaba escribiendo en la pizarra cuando, a causa de la charla de dos compañeros, los cables rojo y azul que todos llevamos en el cerebro se le cruzaron y la bomba explotó desencadenando la ira interna del docente –palabra que, fonéticamente, está más cerca de adocenar que de enseñar–: harto de mandar callar sin éxito y ante la imposibilidad de recurrir a la violencia física (no sé si porque supone infringir las leyes o porque éramos unos sesenta contra uno) dio rienda suelta a lo que yo creo que llevaba tiempo guardándose por respeto cívico, como dicen ahora. Dijo cosas como que él creía en las clases y que nosotros no podíamos estar a su mismo nivel, que éramos personajes de Gran Hermano, que no quería tener nada que ver con nosotros, que aborrecía estar bajo el mismo techo que nosotros o que deseaba no cruzarse con nosotros por los pasillos, ni por el Metro, ni en una fiesta, ni en ningún sitio público. Dio por suspendida la clase y se marchó, momento en que me arrepentí de no haber hecho caso al demonio que, a las 7 de la mañana, me susurraba al oído que me quedara durmiendo y fuera más tarde a la uni. Yo la verdad que incluso he disfrutado como un enano, porque resulta apasionante ver a un hombre de unos 60 años, habitualmente comedido y prudente, cabreándose y despotricando con tanto ingenio.
Consideraciones morales aparte, las palabras del profesor me han hecho reflexionar y he sentido un gran alivio al ver que yo nunca podré ser concursante de Gran Hermano. No soy seminarista, ni homosexual, ni virgen, ni pijo, ni guarro, ni paleto, ni heavy, ni ex prostituta, ni transexual, ni pariente de Jesús Gil. Soy un chaval de 25 años que estudia periodismo, ¿algo más simple que eso? La gente no enciende la televisión para ver a una persona normal y corriente, lo hace para ver especímenes como los que habitan en las casas de los reality shows o los que pululan por los programas del corazón (Belén Esteban es la mejor, no tiene precio como “tertuliana”). Por todo ello, por ser un tío simple, nunca podré entrar en ningún reality, y además, aunque perteneciente a una clase inferior, seré lo suficientemente digno como para cruzarme con mi profesor de Economía y poder saludarle. ¡Viva la simpleza!