jueves, 2 de julio de 2009

Sólo una puerta

Fue con el mercurio superando los 30 grados y la ansiedad cada vez más cerca de la garganta cuando empecé a echarte de menos. Como suele ser habitual en mí, caminaba con prisas, cargado con mil cosas en la mochila y enroscando y desenroscando con los dedos un billete de Metro que inopinadamente acaba doblado en mil pliegues porque siempre olvido que tengo que conservarlo hasta la salida.

En medio del ajetreo y la indiferencia de millones de desconocidos, deseé abrir una puerta, atravesarla y aparecer en una terraza de verano junto a ti. Me habría encantado estar contigo para contarte mis últimas aventuras y confesarte todas mis inquietudes, escuchar con devoción todo lo que siempre me tienes que contar y decirte alguna tontería para hacerte sonreír (porque, dado que llegué a la conclusión de que no puedo robarte el corazón, me consuelo con robarte una sonrisa de vez en cuando). Habría dado lo que fuera por pasar la tarde entera contándonos nuestras vidas y desbrozando las horas en torno a un par de Coca-Colas (¿a quién le toca pagar hoy?). Pero en medio del vaivén de viajeros de Alonso Martínez no había puertas, terracitas de verano, Coca-Colas ni sonrisas que robar; sólo mi mochila y una ansiedad pugnando por envolverlo todo. Resignado y decepcionado porque los sueños sólo fueran sueños, seguí mi camino con indiferencia para cumplir el trabajo encomendado.

Desde ese día, sin embargo, cada mañana cuando me levanto, al coger el pomo de la puerta de mi habitación, cierro muy fuerte los ojos y cruzo los dedos deseando con todas mis fuerzas que al abrirla aparezcas tú detrás sentada en una terraza preguntándome: «¿qué vas a tomar?».